lunes, 8 de noviembre de 2010

Me Mira



Hoy el sol castiga mi paso como si la tierra por la que camino fuera parte de él. Está cansado de casualidades y parece sortear millones de obstáculos, abalanzarse sobre esta ciudad, acercarse más a ella que a ningún otro lugar. Si miro a cierta distancia, puedo describir ese vaporoso vaivén de quién sabe qué partículas suspendidas en el aire, sobre el asfalto muerto y oscuro. En mi ciudad faltan fuentes. Son ya demasiadas las avenidas sin escuchar el frescor del agua descender y rebotar entre pilares, arcos y figuras variadas salidas de talleres sin alma, donde los artesanos han sido sustituidos por perpetuas maquinas incansables. En mi ciudad faltan fuentes porque tengo sed. Jamás llegaré tarde a ninguna cita y por lo tanto el pequeño rodeo que podría hacer para saciar mi sed en el pseudo-grifo de la Plaza de la Libertad se convierte en una opción inviable.

Nunca sabremos que opción, de todas las que barajamos, habría sido la más positiva, ya que al elegir una, desechamos las demás y así el devenir sigue sólo un camino.  Esa carrera, ese viaje, esa fiesta, esa noche… esa calle.
Mientras valoro si sería más prudente cruzar la calle y seguir mi camino por la otra cera, mientras las sombras brillan por su ausencia en este lado de la vía, rozan mis hombros miles de rostros anónimos, con miles de historias, patéticas y emotivas, complejas e incompletas, risas y gritos, niños llorando, mujeres que no han sabido envejecer con dignidad y hombres demasiados jóvenes para ser hombres. Nadie conoce a nadie y entre todo este caos se produce el milagro. La danza del semáforo carmesí, detenida en el crepitar del hermano que nos hace detenernos, hoy no me parece tan triste. En frente, al otro lado de este gran código de barras, que llaman paso de cebra, una chica me ha mirado.

A veces cuando escuchamos por primera vez el último trabajo de algún músico que nos encanta, nos parece falto de esa chispa que lo convierte en imprescindible en nuestro reproductor de música. Es necesario escucharlo, sentirlo, por segunda vez, o tercera vez para ir captando esos destellos de ingenio y calidad que nos hicieron amar a ese artista.

Ella es mi nuevo álbum. La he mirado, solo un instante y no me ha parecido preciosa, ni siquiera guapa. La he vuelto a mirar y ahora me doy cuenta de cuan equivocado estaba. ¿Qué es este regocijo que baila sobre mi estomago? ¿Cómo se concibe tanta belleza en una sola sonrisa? Sus ojos tienen el brillo de la primera lágrima que Adán derramó tras contemplar a Eva. Se muestra incómoda, o quizás vergonzosa. Mírame.

30 segundos. Motores revolucionados de coches extravagantes conducidos por huérfanos de mente, tatuados por “Dalis” frustrados. Móviles multifunción sobrecargados de ritmos estridentes sostenidos por adolescentes perdidos entre la infancia y la madurez. Frases entrecortadas pronunciadas por parejas incompatibles, apáticas y ancladas en la cotidianidad del conformismo. Gritos guturales hacia hijos revoltosos y temerarios que juegan en el borde de la cera, emitidos por madres exasperadas que luchan contra los nudos de mil bolsas entre sus dedos.

Y ella.

Y yo.

Y me mira.

 Y me veo tan ridículo. Estos pantalones, esta camiseta, estas zapatillas, esta cara que arrastro de ciudad en ciudad. Y la veo tan hermosa. Como brilla su sencillez. Como lucha por no parecer lo que es. Preciosa. No parece haber usado hoy mucho maquillaje, quizás nunca lo use. Quizás sea de esas chicas que piensan que el mejor color para sus mejillas, es el producido por un sol generoso y benévolo. Quizás solo va a casa de una amiga y no ha querido arreglarse en exceso. Si encuentro seguridad en lo siguiente: estoy perdiendo el tiempo.

15 segundos. Me centro. Me concentro. Me relajo y disfruto de su sonrisa. Ya sabe que la estoy mirando. Se ríe mientras mira hacia un lado. ¿Se ríe de mí? ¿Se ríe conmigo? De todas las calles y todos los pasos de peatones del mundo me la he tenido que encontrar en este. La única condenada vía de cuatro carriles de toda la ciudad. La única calle tan ancha como para no poder distinguir bien el perfil de sus labios, la forma de sus manos, o el brillo de su pelo. Solo sus ojos se me presentan nítidos y claros. Negros como el azabache, dulces y curiosos, me miran como embriagados de curiosidad, como ansiosos por encabezar una expedición hacia los míos. Los míos, timoratos, no se fiarían de estos que se acercan, de esta alta alcurnia de ojos, que son llave y candado a la vez, que pueden abrir o encerrar alma y corazón, ajeno y propio, vulgar o noble, que pueden enamorar como el bebe que cierra su puño alrededor de tu dedo índice, aferrándose a él, como sintiéndolo firme y seguro.
Aquí está mi paz, aquí mi ilusión, el mundo gira y se retuerce entre fuego, carbón y petróleo. Pero estos 30 segundos han sido míos, han sido suyos, han sido nuestros y de nadie más.

La luz verde del hermano caminante, termina con esta historia. Tímidamente  intento cruzarme con ella, tan cerca cómo para que nuestros hombros se rocen, pero hay demasiada gente, hay demasiado polvo en este camino como para salir indemne. Y así, sin más nos cruzamos, perdidos, recordando lo que fue, y lo que nunca será, siguiendo nuestro particular camino, mirando al frente, ignorando la magia, coronando la cima de la nada, clavando la bandera de nuestras propias ilusiones, levantando nuestra propia tienda de campaña, para protegernos de un vacío, que durante 30 segundos estuvo lleno de luz y música.


                                                                                                          E.F.C.Q.T.A.S.V.