sábado, 27 de agosto de 2011

A mí también me gustan los tópicos Ramón

   



   Sosteniendo el picaporte, dudando de que aquello fuera cierto, los dedos de su mano derecha parecían aferrarse al metal como si seguir respirando dependiera exclusivamente del aquel gesto, de aquel apretón, que habría transformado en carraca cualquier metacarpo. Quizás no existía nada en este mundo, quién sabe lo que su imaginación podía fabricar en lugares extraterrestres, que le irritara más que ser interrumpido a alguna hora inoportuna y en plena acción del  particular film alquilado unas horas antes.

   James Scoot se debatía entre la vida y  muerte, apenas 7 segundos para desconectar la bomba que amenaza con volar por los aires el distrito comercial de Appletown. Cuando el movimiento decisivo, archiconocido, cliché cinematográfico de cortar sólo un cable, en este caso el azul, se ponía en funcionamiento, también lo hacía el circuito eléctrico que activaba el timbre de su apartamento.

    “¡Malditas interrupciones! Tan difícil es ver una película de una sola vez, sin nadie dando por…”.

    Calada hasta el cuello, los colores de su sweater se habían oscurecido por efecto de la lluvia. De su mano derecha colgaba una bolsa de plástico parcialmente rajada desde el asa hasta el fondo. Los paquetes de comida precongelada  jugaban a la cuerda floja balanceándose entre la empapada superficie blanca y el vacío descorazonador que concluía en el pegajoso y ennegrecido parquet del pasillo. Su mano izquierda sostenía lo que parecían los restos de un teléfono móvil que debía haber sido aplastado por algún elefante asustado. La falda azul se ceñía a sus muslos dejando muy poco margen a la imaginación.

    Esta imagen contrastaba enormemente con la que se había quedado grabada en su mente tras la despedida en el aeropuerto unas semanas antes. Pletórica y triunfante se alejaba por el túnel interior hacia el avión mientras él ponía en funcionamiento los diques encargados de detener a las lágrimas que subían por la garganta camino a sus ojos. Tragando saliva como si fuese cicuta, aceptando el frío “adiós” que podía interpretarse de esa estéril sacudida de muñeca regalada casi por compromiso, mirando hacia atrás, mirando a cualquier parte. 

    Los pocos instantes que pasaron mirándose desconcertados fueron suficientes para que el agente Scoot detuviera la cuenta atrás, salvara a la chica y fuera aclamado por una multitud ensordecedora mientras salía triunfante del rascacielos en llamas. La casualidad les estaba gratificando un reencuentro amenizado con el tema musical que acompañaba los créditos finales de la película. Un tema ochentero con esos golpes de batería inconfundibles.

    Por sus actitudes parecían haberse quedado ahí, petrificados como los guerreros de Xian, orgullosos de estar cumpliendo su misión. Pero uno de los objetivos de aquella precipitada visita martilleó la escena sacando a ambos de su inerte reacción.

    “Podrías dejarme tu teléfono, he tenido un problemilla con el mío”.

    Incapaz de articular palabra alguna, ella tuvo que contentarse con interpretar el tímido movimiento de la mano indicando el lugar donde se encontraba el teléfono móvil. Curiosa, cansada y timorata se adentró en el apartamento y fue directamente hacia el aparato, sentándose en la silla más próxima a este, sin importarle el empapado resultado de la incursión en un lugar seco.

    Rompió a llorar mientras elegía algunos números confusos. Arrastraba el dedo índice por el teclado de forma muy lenta, como si no quisiera acabar nunca de marcar el número. Hincó el codo sobre la mesa y apoyó la frente sobre  el dorso de su mano mientras esperaba que alguien le cogiera el teléfono. Su cabello caía pesado y a modo de Half-pipe las gotas se precipitaban al suelo recorriendo cada mechón desde la raíz a las puntas.  Con parsimonia y asombro el chico cerró la puerta y decidió alejarse para regalarle un poco de intimidad. Por alguna razón sabía que la llamada no era de su incumbencia. Volvió al salón, guardó la película en su caja y la dejó en la mesita mientras se sentaba en el sillón. Llegó a la conclusión de que debía esperar, en algún momento la situación debía de aclararse.

    Mientras sus pensamientos volaban desde un recuerdo a otro, especulando con  las diferentes razones de aquella visita, el llanto amargo y desconsolado de ella anuló cualquier posibilidad de seguir ignorándola. Se levantó y se acercó poniéndose de rodillas para abrazarla. Ella recibió el gesto como un regalo y no le importó empaparle completamente. El frío que le había producido caminar bajo la lluvia y permanecer mojada mientras subía al apartamento se apaciguó cuando unos brazos le rodearon.  Notó su fuerte torso oprimiéndole el pecho y si la situación no fuera tan dramática le habría confesado que así es como quería que le abrazaran siempre. Cuando se despegaron lo suficiente como para mirarse a la cara, ella le dio un beso en la frente diciendo “no me apetece hablar del tema”.

    La cacofonía hipnótica surgida del agua golpeando el plato de ducha le produjo una ligera modorra. Cuando dejó de escucharla se espabiló y esperó de pie. Ella salió del baño envuelta en el albornoz negro que había encontrado en la habitación. Ruborizado por la estampa que ante sí se presentaba, camino del tartamudeo más hilarante, sólo alcanzó a decir “Si quieres podemos ver alguna película”.  “Ya sabes qué película quiero ver”.

    Abrazados, regocijándose con la compañía del otro, comenzaron a  acariciarse mutuamente. La mano derecha de él, se posó sobre la izquierda de ella. Su dedo pulgar jugaba a recorrer los tendones y arterias que destacaban por debajo de la fina y tersa piel femenina. Mientras, la chica de la pantalla ayudaba a cruzar a un anciano ciego una pequeña carretera. La chica iba describiéndole con gran ánimo lo que estaba sucediendo a su alrededor: las personas, olores, colores y formas que destacaban en esa mañana de sábado. Finalmente la menuda mujercita deja al ciego junto a la entrada del metro y sube por unas escaleras de piedra hacia alguna otra parte imaginada.  

    Todavía no había llegado el momento en el que el sol se partiera en cientos de lunares dispersos por el salón después de estallar en la superficie calada de una persiana semiabierta al llegar el inminente amanecer.  De entre las sombras se dibujó una figura femenina encaminándose hacia el pasillo en el extremo opuesto del apartamento. Fue en aquel momento, tras seguirla con la mirada, disimulando estar dormido, cuando se percató de que aún no conocía su nuevo hogar lo suficiente como para averiguar de qué puerta provenía aquel sonido: de la que daba al baño o de la que daba al exterior. El despertador se encargaría de revelar en ochenta minutos si aquello era el final de un paréntesis delicioso o el principio de un reencuentro anhelado.

    Ochenta minutos en los que soñó que describía a la chica pizpireta y al anciano ciego los olores, los colores y las formas de una interrupción por la que dejaría a la mitad incluso la última de Spielberg.

                                                      
                                                           
                                                E.F.C.Q.T.A.S.V.M.G.

                                                          Imagen:
                                       René Magritte, La voix du silence