miércoles, 30 de noviembre de 2011

Lo que Louis Leroy no veía



  Camille jugueteaba con sus pies entre la hierba crecida de abril. Las flores cambiaban de posición conforme iba avanzando. Dentro de su vaporoso vestido podían imaginarse sus piernas. Mi mirada nerviosa no quería aterrizar en ningún lugar, pues todo aquello que no mirara por un instante era perdido para siempre. Entre su boca esbozando una sonrisa y el contoneo de sus caderas se estaba produciendo un enfrentamiento por captar mi atención. La lluvia de luz fragmentada por nubes tímidas parecía detenerse por un instante sobre la seda de su falda antes de esparcirse por el suelo en un millón de gotas verdes y rojas. Sostenía la sombrilla como si hubiera estado practicando durante semanas, ni demasiado ruda, ni demasiado lánguida.

  Diminutas nubes blancas cubrían el sol con descaro, pero su fugacidad era tal, que apenas descendía la sensación lumínica de aquella mañana de 1875. Cierta brisa intermitente desprendió de su tocado unos lazos que se deshicieron como cometas ansiosas de libertad  dejándose llevar por el viento. Algunos vibraban a cada uno de sus pasos, otros tropezaban con su rostro sereno y jugueteaban con sus rasgos creando una primorosa cadencia. El revuelo de su saya, espiral de seda teñida de azul. El sonido de su risa, deliciosa melodía. Jean siempre al lado de su madre, tan menudo, con su sombrerito calado.

  Cuando mis ojos se colmaban de luz, intervenía mi oído, que era extasiado por cientos de ramitas, hojas, pétalos y  flores que vibraban a razón de aquella corriente cálida. En su vaivén intentaban ocupar el espacio que tenían sus compañeros más inmediatos. Estos, a su vez, se resistían y rivalizaban por el espacio de las primeras y como resultado de esta batalla vegetal tañía la hierba la banda sonora de la esperanza.

  Lo siento por Jean, mi pequeño racimo de alegrías. Que día a día me iba dando más razones para amarlo. Ajeno aún a la multiplicidad de sentimientos que se abalanzaban dentro de la mente de su padre, seguía a Camille como su más fiel escudero. Cuando intuía que cierta vegetación se cruzaba en el camino de su madre y que ésta sobrepasaba la altura habitual del resto, se lanzaba como loco sobre ella para pisotearla y poner fin con las inocentes palabras de quien se cree el más valeroso de los caballeros, al posible obstáculo en el camino de su doncella.

  Y así pasamos la tarde, entre tropiezos y silbidos, por las praderas de Le Havre. Y así quiero pasar mis días, con la impresión de que el destino ha unido nuestros sueños.


Claude Monet. El Paseo. Mujer con Sombrilla


E.F.C.Q.T.A.S.V.M.M.