viernes, 9 de marzo de 2012

Sol sostenido



  Los bolsillos vacíos pero repleto de energía. El espíritu colmado de ilusiones. A cambio de unas monedas amenizaba la tarde con sus baladas sureñas. No era el hombre más alto del mundo pero crecía a cada compás. Miraba de reojo a los chicos con patines que grindaban en el mobiliario cercano. A pesar de su humilde paciencia se le escapaba alguna mirada de rabia hincada directamente en los dichosos chiquillos que habían elegido aquel rincón de la avenida para practicar sus piruetas. Inmediatamente rasgaba las cuerdas de su Fender con más ahínco que antes para que los acordes vencieran al todopoderoso tren juvenil que descarrilaba sobre las bancos de madera y metal. Se paseaba por ambos lados de la calzada desgañitándose con los ojos medio cerrados. La gente lo esquivaba como si se tratase de un demente. Vestía sus pies con pantuflas veraniegas a pesar de que el invierno aún no había dado sus últimos coletazos. Tocado con un sombrero borsalino y una chaqueta oscura irradiaba un aire de señor que contrastaba con los pocos céntimos que habitaban el estuche de su compañera de palosanto.

  A pesar de lo que la gente intentaba aparentar, su música no pasaba desapercibida para nadie. Señoras, parejas, vagabundos, carteros, ejecutivos, pijas y demás grupúsculos sociales que iban y venían y se cruzaban con él lo miraban con cierta vergüenza ajena pero, aunque jamás lo admitieran, también con envidia por su talento y por su desparpajo. Prostituyendo su música y su voz con felicidad, hoy en Calle Ancha y mañana quién sabría.

  El escenario, como en tantas ocasiones sólo podía ser la acera y además que no molestara mucho, no vaya alguna persona a enojarse porque un hippie está impidiendo el tránsito de los respetados transeúntes. No había aplausos tras cada canción. Sólo sus propias sonrisas -en ésta te has salido-. No había reprimendas. Sólo su propia exigencia -ese estribillo no ha encajado del todo-. Con una fe ciega en sí mismo seguía volcándose en cada tema, sintiéndose libre, siguiendo a su corazón, encajando cada burla y convirtiéndola en otro escalón para cantar más alto, para tocar con más pasión. 

  Los más valientes se sentaban cerca, apenas unos minutos y desinhibidos, tanto como la fatiga les permitía, marcaban el ritmo con los pies. La fatiga de saberse observados por los menos valientes, lo que ni siquiera miraban, los que parecían sordos. Sentía revitalizarse gracias a algunas sonrisas de turistas con los que compartía el idioma de sus letras, algunos turistas que le recordaban a él, en otra época, en otra vida, en otro lugar.

  Un raquítico mosaico dorado y plata iba llenando el fondo de su estuche, apenas unas monedas. La fotografía que forraba el interior de su funda iba cubriéndose ocultando los rostros de quién sabe qué personas. Amigos, familia, pareja, personas que echaba de menos, personas que entendían o no su decisión. Personas que volvería a ver algún día, de eso estaba seguro.

  Inevitablemente el ebrio de turno hizo su aparición estelar. Rompió con sus arengas insensatas el delicado equilibrio de los acordes, imponiendo su individual discusión bizantina por encima de la voz adiestrada del artista. Como quién oye llover, aprovechó el momento para afinar las cuerdas de su amada y colocarse bien la tirita que le protegía la yema del dedo índice ya dolorido de tanto rasgueo.

  La ciudad seguía su curso mientras el beodo se alejaba enfadado porque "griegos y romanos eran todos unos asesinos". Ya era hora de buscar otra esquina, otro barrio, otro portal. Ya era hora de finalizar el concierto, antes de que alguna cuerda saltase, antes de que algún graciosillo intentara birlarle unas monedas, antes de que sus dedos dijesen basta. Ya era hora de ir a otra parte a enseñarle al mundo su música. Sólo una pena arrastraba con él, la seguridad de que por el momento, nadie gritaría "otra".

E.F.C.Q.T.A.S.V.